Anarquismo y marxismo -Piotr Kropotkin-

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Erick Benítez Martínez
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Anarquismo y marxismo -Piotr Kropotkin-

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Los peligros a que se expone la revolución si se deja dominar por un gobierno elegido son tan evidentes que toda una escuela de revolucionarios renuncia por completo a tal idea. Comprenden que un pueblo insurgente no puede darse, por vía de las elecciones, un gobierno que no represente el pasado y que no sean hierros puestos en los pies del pueblo, sobre todo cuando se trata de realizar esa inmensa regeneración económica, política y moral que llamamos revolución social. Renuncian, pues, a la idea de un gobierno «legal», al menos para el período que consiste en una rebelión contra la legalidad, y preconizan la «dictadura revolucionaria».
«El partido, afirman, que haya derrocado al gobierno ocupará por la fuerza el puesto de éste. Se apoderará del poder y procederá de una manera revolucionaría. Tomará las medidas necesarias para asegurar el éxito de la sublevación; demolerá las viejas instituciones; organizará la defensa del territorio. En cuanto a los que se nieguen a reconocer su autoridad: la guillotina; para aquéllos, pueblo o burguesía, que se nieguen a obedecer las órdenes que emita para regular la marcha de la revolución: ¡también la guillotina!» Así razonan los Robespierre en ciernes, quienes de la gran epopeya del siglo pasado sólo se han quedado con su época de declinación, quienes de ella sólo han aprendido los discursos de los procuradores de la república.
Nosotros, los anarquistas, por nuestra parte, ya tenemos una idea definitiva acerca de la dictadura de un individuo o de un partido, que en el fondo son la misma cosa. Sabemos que una revolución social no puede ser dirigida por el espíritu de un solo hombre o de un grupo. Sabemos que revolución y gobierno son incompatibles: uno ha de matar a la otra, y a la inversa; importa poco qué nombre se dé al gobierno: dictadura, reinado o parlamento. Sabemos que la fuerza y la verdad de nuestro partido reside en su fórmula fundamental: «Nada bueno y duradero puede surgir como no sea de la libre iniciativa del pueblo y todo poder tiende a destruirla»; por esta razón nuestros mejores hombres se harían merecedores de la pena de muerte tan sólo en ocho días si sus ideas no debieran pasar por el crisol del pueblo antes de ser ejecutadas y si se convirtiesen en los amos de ese formidable aparato —el gobierno—que les permitiría actuar a su antojo (1). Sabemos dónde conduce toda dictadura, incluso la mejor intencionada: a la muerte de la revolución. Y sabemos por último que esta idea de dictadura sólo es siempre un producto malsano de ese fetichismo gubernamental que, junto con el fetichismo religioso, siempre ha perpetuado la esclavitud.
Pero lo que importa determinar es la finalidad que nos hemos propuesto alcanzar. Y no sólo determinarla, sino señalarla, mediante la palabra y los actos, de manera tal que se vuelva eminentemente popular, tan popular que el día del movimiento esté en boca de todos. Tarea mucho más inmensa y necesaria de lo que se suele imaginar; porque aunque esa finalidad esté muy patente para unos pocos, eso no ocurre en absoluto con la gran masa, trabajada en todos los sentidos por la prensa burguesa, liberal, comunalista, colectivista, etc.
De esa finalidad dependerá nuestro modo de acción presente y futuro. La diferencia entre el comunista-anarquista, el colectivista-autoritario, el jacobino y el comunalista-autonomista no reside totalmente en sus concepciones de un ideal más o menos lejano. No sólo aparecerá el día de la revolución, sino que aparece ya hoy, sobre cada cosa, en cada estimación, por más minúsculas que ellas sean (2). El día de la revolución, el colectivista-estatista correrá a instalarse en el ayuntamiento de París, desde donde emitirá sus decretos acerca del régimen de la propiedad; tratará de constituirse como una formidable máquina gubernamental, que meterá las narices por todas partes, hasta hacer estadísticas y decretar la cantidad de gallinas criadas en Fouilly-les-Oies. El comunalista-autonomista correrá también al ayuntamiento, también se instaurará como gobierno y tratará de repetir la historia de la Comuna de 1871, sin dejar por ello de prohibir que se toque a la santa propiedad mientras el Consejo de la Comuna no considere oportuno hacerlo. El comunista-anarquista, en cambio, tomará posesión inmediatamente de los talleres, de las casas, de los almacenes de trigo, en síntesis: de toda la riqueza social, y tratará de organizar en cada comuna, en cada grupo, la producción y el consumo en común, para atender a todas las necesidades de las comunas y de los grupos federados.
Esta misma diferencia se extiende hasta las más pequeñas manifestaciones de nuestra vida y de nuestra acción cotidiana. Todo hombre trata de establecer una cierta armonía entre su finalidad y sus medios de acción, por consiguiente el comunista-anarquista, el colectivista-estatista y el comunalista-autonomista se encuentran en desacuerdo acerca de todos los puntos de su acción inmediata.
Esta diferencia existe; no tratemos, pues, de ignorarla. Por el contrario: expongamos cada uno francamente nuestra finalidad y la discusión que se realiza continuamente, cada día, en cada instante, en los grupos —no la de los periódicos, que es siempre demasiado personal— elaborará en el seno de las masas populares una idea común a la que algún día habrá de adherirse la mayoría? (3)
Como es sabido, los socialistas alemanes han investigado la explotación actual. Según Marx, el Estado habría intervenido, en efecto, para ayudar a la acumulación primaria del capital. Pero a partir de entonces el desarrollo de la fuerza del capital se realiza sólo en virtud de las leyes económicas, sin la ayuda del Estado. La acumulación del capital y el sometimiento del trabajador irían en aumento —ya se mezcle en ello el Estado o no.
Pues bien: esta teoría simplista, como se las prefiere en Alemania, pudo tener su valor histórico: pero no por ello deja de ser falsa.
El hecho es que nunca, en ninguna época de su existencia, el Estado ha cesado ni cesará de intervenir en favor del que posee, en contra del que no posee nada. Esa fue su función originaria y tal sigue siendo su razón de ser.
Lejos de dejar que los capitalistas y los trabajadores luchen libremente, el Estado interviene siempre en favor de los poseedores. Esa es su misión histórica.
Todas las fortunas colosales de la actualidad, y todas las que surjan de ellas, se han amasado con la connivencia, cuando no con la ayuda directa, del Estado. Pillaje de las tierras vírgenes en las dos Américas y en Europa oriental; monopolios de los ferrocarriles, de las grandes construcciones navales, de Panamá, de Suez, de los ferrocarriles del Pacífico o del Canadá; monopolios del cobre, de la banca, de las minas y de los golpes de bolsa; explotación de las colonias, que contribuyó por sí sola a esclavizar y a perpetuar la dominación del gran industrial: por todas partes encontráis al Estado que ayuda a la constitución de las fortunas de los millonarios y de los multimillonarios. En la actualidad, como en la Edad Media, el Estado hace las grandes fortunas.
También ayuda a la creación de las fortunas medianas. Sin hablar de los mercados que abre en las colonias y que mantiene en los países atrasados —sin tales mercados la acumulación de las fortunas nunca hubiese podido adquirir el impulso que ha adquirido en la Europa occidental—, ¿Dónde está el industrial o el comerciante que no aprecie la ayuda de los Estados para sus pedidos, que no sueñe con ser proveedor de los ejércitos, aunque más no fuera de algún déspota de Oriente, y que no especule con una «posición política» para redondear su fortuna? La política «rinde», tanto en Inglaterra, país del gran capital, como en Afganistán o en Alemania.
Lo que hace diez siglos hacía el Estado en favor de los «compañeros del
rey», lo sigue haciendo en favor de los comensales del gobierno.
Si se insiste en hablar de leyes históricas, habría que decir más bien que el Estado se debilita cuando ya no se siente capaz de enriquecer a una clase de ciudadanos a expensas de otra clase o bien a expensas de otros Estados. Se debilita cuando falta a su misión histórica. Despertar de los explotados y debilitamiento de la idea del Estado son, históricamente hablando, dos hechos paralelos.
Por otra parte, el Estado del laisser-faire (4), del que gustan hablarnos los economistas liberales y contra el cual tanto les gusta romper sus lanzas a los socialdemócratas, ese Estado sólo es un producto de la imaginación. No existió nunca y no existirá jamás, porque sería una contradicción de principios.
En el fondo, los economistas liberales, desde Adam Smith hasta M. Molinari, nunca lo han querido, porque siempre su ideal consistió en no dejar hacer, en no dejar pasar, sino por el contrario en hacer mucho en favor del capitalista (5)
El nexo de unión entre el club de los jacobinos de 1793 y los socialistas militantes estatistas —Louis Blanc, Cabet, Vidal, Lassalle, los marxistas— se encuentra, en mi opinión, en la conspiración de Babeuf. No en vano los socialistas de Estado la han, por así decirlo, canonizado.
Pues bien: Babeuf —descendiente directo y puro del club jacobino de 1793— concibió la idea de que un golpe de mano revolucionario, preparado por una conspiración, podría llevar a Francia hacia una dictadura comunista. Pero una vez que —como verdadero jacobino— concibió la revolución comunista como algo que se podría realizar mediante decretos, llegó a otras dos conclusiones: primero la democracia prepararía el comunismo; y entonces un solo individuo, un dictador, siempre y cuando tuviese la firme voluntad de salvar el mundo, podría introducir el comunismo (6).
En esta concepción, transmitida como una tradición por las sociedades secretas durante todo el siglo XIX, reside la palabra clave que permite que incluso en nuestros días haya socialistas que trabajan para la creación de un Estado omnipotente. La creencia —porque después de todo sólo se trata de un artículo de fe mesiánica— de que un día se presentará un hombre que tendrá «la firme voluntad de salvar el mundo» por el comunismo y que, después de asumir la «dictadura del proletariado», realizará el comunismo mediante sus decretos, esta creencia ha perdurado durante todo el siglo XIX. En efecto, a veinticinco años de distancia puede verse la fe en el «cesarismo» de Napoleón III en Francia; y el jefe de los revolucionarios socialistas alemanes, Lassalle, luego de sus conversaciones con Bismarck sobre la Alemania unificada, pudo escribir que el socialismo será introducido en Alemania por una dinastía real, pero probablemente no la de los Hohenzollern.
¡Siempre la misma fe en el Mesías! La fe que creó la popularidad de Luis Napoleón luego de las masacres de junio de 1848; esta misma fe en la omnipotencia de una dictadura, combinada con el miedo a las grandes sublevaciones populares: en esto reside la explicación de esta contradicción trágica que nos ofrecen los desarrollos modernos del socialismo estatista (7). Si los representantes de esta doctrina piden, por una parte, la liberación del trabajo respecto de la explotación burguesa y si, por otra parte, trabajan para el fortalecimiento del Estado, que representa el verdadero creador y el defensor de la burguesía, es porque evidentemente siempre conservan la fe en que encontrarán su Napoleón, su Bismarck, su lord Beaconsfield, que un día usará la fuerza unificada del Estado para hacerlo marchar a contrapelo de su misión, con todo su mecanismo y con todas sus tradiciones (8).

[Tcherkessof] ha atacado el marxismo frontalmente. Ha demostrado que la concentración del capital, que reduce la cantidad de capitalistas, se encuentra en el Manifiesto del mundo democrático, de Victor Considérant, del que Marx y Engels tomaron su Manifiesto comunista. Es evidente que éstos copiaron a Considérant.
En su época, por supuesto, no se trataba de un plagio. Marx escribió el Manifiesto para los alemanes copiando, como hacemos todos, el de Considérant. El plagio vino más tarde, con Engels, cuando infló la significación del Manifiesto al ver que los ignorantes lo transformaban en biblia (9) del socialismo.
He comenzado la obra Socialismo científico y Socialismo utópico, que muestra que el llamado socialismo «científico» no incluye ninguna afirmación que no haya sido tomada del socialismo utópico. Además, la forma de la exposición me parece simular a la de El Capital, ese gran panfleto revolucionario. Para los alemanes es indispensable. Pero desde el punto de vista científico es nula. Ha adquirido tanta gloria solamente gracias a nuestra ignorancia del socialismo francés e inglés hasta 1848 (10).

Recuerdo que una vez, en 1876 o en 1877, te había hablado de la mala impresión que me produjo la lectura de El Capital. La teoría del valor, tomada de Adam Smith; fórmulas y reflexiones matemáticas ridículas (11). Te había preguntado qué pensabas de esta crítica. Me respondiste que te parecían inútiles porque los alemanes no aceptan el socialismo francés. Sin duda lo aceptarán si viene de Marx (12).
Tenías toda la razón. Eso es lo que sucedió. Con la perspectiva que da el tiempo transcurrido, Marx ha sido colocado en su verdadera dimensión: panfletista alemán, partidario de la dialéctica de Hegel, (13) que repitió lo que antes que él habían escrito Saint-Simon, Fourier y Owen.
En el caso de Rusia, lo que está en juego es lo siguiente ¿Quién se hará cargo de los cien millones de campesinos, el gobierno de los liberales o el de los socialistas? Ese será el gran problema cuando surja vuestro 1789(14) (15).
Exactamente a la inversa de lo que antes decían algunos socialistas —que pronto el capital se concentraría en tan pocas manos que bastaría con expropiar a algunos millonarios para entrar en posesión de las riquezas comunes—, la cantidad de los que viven a expensas del trabajo del prójimo cada vez es mayor [rentistas, intermediarios] (16).
Cosa notable: cuando se recorre la literatura surgida del marxismo y se busca un solo progreso en el desarrollo de las ideas, no se encuentra ni un solo punto de economía política en el que la escuela haya avanzado después de Marx; mientras que la escuela económica burguesa ha progresado por cierto de veinte años a esta parte, la escuela marxista ha permanecido estacionaria. Se limita a repetir las fórmulas del maestro; se ha empantanado en abstracciones que ocultan la incuria del análisis; recita fórmulas de progreso que Marx pudo creer vagamente correctas hace cincuenta años, pero no se atreve a verificarlas ni tan siquiera a profundizarlas; se complace en las afirmaciones extraídas «del libro», pero tan descabelladas que hacían decir al propio Marx que era todo lo que se quisiera «salvo marxista». Es como aquellos que antes consideraban que toda la sabiduría estaba encerrada en la Biblia. «El libro» ha esterilizado su pensamiento (17).

Notas:

1.- Véase V. Richards, Enseignement de la révolution espagnole, París, U.G.E., colección 10/18, [N. del P.]
2.- De allí la imposibilidad del frente popular y del frente único (responsables de la victoria del hitlerismo y del franquismo). [N. del P.]
3.- Palabras de un rebelde, 1885, págs. 253, 255, 312, 313.
4.– Expresión francesa, cuyo significado es “Dejad hacer, dejad pasar”. Nota del grupo editor.
5.- Conferencia pronunciada en Londres, 1894, págs. 45-46.
6.- Cf. mi trabajo, La Gran Revolución, capítulo LVIII. [Nota de Kropotkin.]
7.- Acabo de leer, 1920, las pruebas de este ensayo; lo dejo tal cual fue escrito a finales de 1912, aunque algún día realizaré mi deseo de comparar el tiempo pasado desde entonces con la situación presente. [Nota de Kropotkin. edición rusa, Petrogrado, 1920, pág. 274.]
Véase el capítulo sobre Rusia, más adelante pág. 298.
8.- La Ciencia moderna y la Anarquía, 1913, págs. 330-331.
9.- «Luego de haber demolido todos los dogmatismos a priori, que no se nos ocurra por nuestra parte adoctrinar al pueblo; no caigamos en la contradicción de vuestro compatriota Martín Lutero quien, después de haber derribado la teología católica, se dedicó de inmediato, con gran acompañamiento de excomuniones y anatemas, a fundar una teología protestante.» (Carta de Proudhon a K. Marx, 1846; citada por D. Halévy, La Vie de Proudhon, París, Stock, 1948, pág. 96.)
10.- Carta a James Guillaume, 5 de mayo de 1903, retraducida del ruso en Probouidenie, Detroit, 1931, n.° 15, pág. 120.
11.- «Leí ese libro [El Capital] cuando estaba todavía en San Petersburgo, en la traducción de Herman Lopatin, publicada en 1872. El carácter pretencioso de ese libro, junto con su naturaleza no científica (por ejemplo, la teoría del valor no está probada en modo alguno y ha de ser aceptada como un artículo de fe) y sus abusos de la jerga científica, hacen que no me guste para nada. Las incursiones de Marx en el dominio de la expresión cuantitativa y de las fórmulas algebraicas resultan ridículas. Demuestran su total incompetencia para pensar concreta y cuantitativamente. Me reí mucho junto con [el astrónomo] N. Tsinger de las fórmulas que desarrollaba Marx sin tan siquiera darse cuenta del ridículo que haría ante los matemáticos habituados a la idea de las unidades de medida.» (Suplemento a las Memorias de un revolucionario, en ruso; citado por Allen Rogers, Memoirs of a Revolutionist, págs. 319-320.)
12.- «El señor Carlos Marx es un abismo de ciencia estadística y económica. Su obra sobre el capital, aunque por desgracia plagada de fórmulas y de sutilezas metafísicas que la hacen inabordable para la gran masa de los lectores, es una obra positivista o realista en grado sumo, en el sentido de que no admite ninguna otra lógica que la de los hechos.» (Bakunin, Oeuvres, t. III, págs. 208-209.)
13.- A propósito de la mala dialéctica: «Se desarrolla semejante teoría dentro del pensamiento propio del dialéctico, pero éste mismo olvida las restricciones establecidas al comienzo». (Cornelissen, 1921.)
«Si estudiáis a Marx en detalle, dice, si tomáis nota tanto de sus premisas como de sus conclusiones, veréis que es eso lo que justamente ha hecho cuando, por ejemplo, para simplificar excluye de antemano el elemento de la oferta y la demanda en el mercado, al exponer el valor del trabajo de Adam Smith, y cuando más tarde trata esa suposición como si fuese una realidad, o bien cuando, al exponer la teoría de la plusvalía de Thompson, admite de antemano que la fuerza de trabajo se vende a su precio de coste de producción (pero precisamente eso no sucede nunca; contamos con todo un arsenal de leyes y de tasas para forzar al trabajo a que se venda por debajo de ese precio) y más tarde trata esa suposición como si fuese la expresión real de los hechos de la vida real.» (Freedom, 1901.)
14.– Kropotkin se refiere aquí a la revolución francesa, que estalló en 1789. Nota del grupo editor.
15.- Carta a James Guillaume, 23 de diciembre de 1902; retraducida del ruso en Proboujdenie, Detroit, 1931, n.. 15, págs. 119-120.
16.- La Conquista del pan, 1892, pág. 16.
17.- Conferencia pronunciada en Londres, 1894, pág. 29.
Esto sigue siendo válido para las obras de Marx, Lenin y Mao; R. Luxem
burgo, A. Pannekoek y K. Korsch son excepciones que confirman la regla. [IV. del P.]


“El campo de batalla del anarquismo, ínterin se espera la revolución social, tendría que ser la pluma, la palabra y el ejemplo […] Revolucionarios, meditad que la hora de nuestra emancipación tanto más tardará en sonar cuanto más tiempo permanezcamos en la ignorancia. Eduquémonos, instruyámonos, que el porvenir es nuestro”

José Llunas
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